La realidad no se responsabiliza por la pérdida de tus ilusiones.

6.3.11

Lidia.

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Lidia es joven, ni muy chica ni muy grande. En su cabeza pesan años que vivió en sueños, y en su cuerpo faltan experiencias que el miedo se apropió. Toda su vida tuvo el pelo largo y con rulos; siempre que su abuela tuviera que hacer referencia sobre su belleza, hablaba de él. Hoy lo llevaba corto, y aunque a veces se arrepentía de no tener lo que consideraba su inexplicable escudo protector, ya los mechones no la molestaban a la hora de la lectura; pero hacía tiempo que no le acariciaban la cara, le acomodaban el flequillo y le decían lo linda que era.
El concepto de hermosura siempre le había parecido relativo. No entendía el común denominador que flotaba entre la gente. Así como tampoco entendía el pronóstico del tiempo. Desde chica sentía la lluvia cuando su mamá, Josefina, le decía que se aleje del sol para no quemarse su blanca piel. Había días azules, rojos, violetas, de café con leche, limonada o almohadas, y ponerse de acuerdo con cualquier otra persona siempre había sido complicado.
Tampoco era amiga de los calzados, desde su infancia había descubierto lo bien que se sentía apoyar sus pies en el pasto húmedo de rocío matutino, y mirar cómo sus deditos se hundían entre las cintas verdes que alguien, afortunadamente, se había olvidado de cortar. Andar descalza le permitía recordarle de vez en vez al cuerpo que seguía viva.
El jardín de su casa fue la primer fuente de inspiración que llevó a Lidia a formar su mundo aparte. Una especie de refugio con determinadas características que la protegían del cemento que abundaba en el exterior. Le divertía imaginar que el sonido acumulado de caños de escape y aceleradores eran el murmullo de viejas vecinas que salían a barrer la vereda. Y no faltaban colores, colores que variaban según el exterior. La realidad afectando su pequeño escape, donde el verde podía ser naranja en un abrir y cerrar de ojos.
Con el tiempo este mundo se transformó el cuarto donde quería dormir, comer y vivir. Su lugar, donde no estaba intranquila, incómoda, triste, ahogada o sucia. El aire limpio entraba como brillantina. Había golosinas por montones y bibliotecas interminables. Cuando el vaso de agua quería rebalsar, automáticamente viajaba y en cuestión de unos pocos segundos se encontraba entre gomitas de frutilla, pasto verde y lluvia color magenta. Sentía que ahí brillaba, si es que no lo podía hacer en la ciudad gris.
Entre sus muchas costumbres, estaba la de morderse el lado derecho del labio inferior, por lo que siempre andaba con una marquita roja. A veces era de sangre, otras veces era simplemente la cicatriz de tantos años.

Cuando desvía los ojos mirando al vacío, podés verla lastimándose la boca. O quizás con un cigarrillo en la mano, vicio que había sumado desde hacía un par de años.

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